Brasil.- Hacía hora y media que el histórico partido había
terminado en Belo Horizonte, y cientos de hinchas alemanes seguían cantando en
las gradas. Cada poco, un grupo de jugadores de la Mannschaft salía del
vestuario e iba hasta el césped, para animar la fiesta.
Thomas Mueller, autor del primer gol, ya se había duchado, y
entre la tercera y cuarta entrevistas de la noche comía macarrones con salsa de
tomate en un plato de plástico. Mientras todo eso ocurría, en el vestuario
brasileño no se registraban movimientos. No salía nadie. Luiz Felipe Scolari ya
había vuelto de la conferencia de prensa, pero nadie parecía estar aún listo
para intentar describir lo sucedido en el Mineirão.
Aunque había en juego una semifinal, quizás fuese también el
día en que Brasil estaba sometido a una menor presión externa. Al fin y al
cabo, con las bajas de su capitán, el sancionado Thiago Silva, y su gran
estrella, el lesionado Neymar, sería una locura pensar que la hinchada
considerase una obligación vencer a la temible Alemania, como sí había sucedido
ante Chile y Colombia. Por lo tanto, en el frente externo todo estaba
controlado. El problema fue la presión —por no decir combustión— interna. Y la
rapidez con que se produjo.
Podemos elegir distintos enfoques para narrar la eliminación
de la selección brasileña: la derrota más avasalladora que ha sufrido nunca, la
semifinal de la Copa Mundial de la FIFA™ más desigual de todos los tiempos o el
fin del camino hacia el sexto título mundialista. Fue todo eso, y un puñado de
cosas más. Y casi todo, básicamente, surgió entre las 17:23 y las 17:29 del 8
de julio de 2014: unos minutos que suenan con fuerza para convertirse en los
más trágicos de la historia de la Seleção.
En el tiempo transcurrido entre el segundo gol, de Miroslav
Klose, y el quinto, obra de Sami Khedira, Alemania mostró gran parte de la
habilidad y el toque de balón que habían hecho de ella una de las favoritas de
la Copa Mundial de la FIFA desde el principio, es cierto. Pero todo ello se vio
potenciado por un proceso de autocombustión interna, que llegó incluso a la
desesperación.
O como quiera que se pueda llamar eso que, después del
encuentro, ningún brasileño acertaba a explicar. “No supimos reaccionar en ese
momento, el del fallo”, admitió el seleccionador Luiz Felipe Scolari,
definiendo así, como “fallo” —también usó el término “trastorno”— esos seis
minutos. “Cuando recibimos esos goles seguidos, supe que ya no habría manera de
levantarlos”.
Era cierto
Cuando los futbolistas brasileños decidieron al fin intentar
explicar algo, los resultados eran lógicamente dispares: elogios a la calidad
de Alemania, consideraciones sobre el carácter atípico y único de la contienda,
descripciones de lo que sintieron durante los seis minutos… Casi no había
lágrimas, solo miradas vacías. Más que dolorosa, la derrota parecía haber sido
anestésica.
“Es difícil encontrar alguna explicación. Nadie esperaba que
sucediese eso en ese periodo, en el que recibimos cuatro goles. A ellos todo
les salió bien, y a nosotros todo mal”, intentó explicar Willian a la FIFA,
intercalando cada media frase con una respiración pesada. “Todavía estamos
todos intentando entenderlo. Pero creo que se trata de eso: en el fútbol a
veces hay cosas que no tienen explicación”.
Si en aquel momento, más de dos horas después de que acabase
el partido, pensaban todo eso, traducido en una lectura algo abstracta de la
catástrofe, ¿qué podemos decir entonces de lo que ocurrió durante el propio
encuentro? Porque una cosa es oír el pitido final y venirse abajo por una
derrota, y otra muy distinta es pasar más de una hora de partido sabiendo que
ya está decidida, y que nada se puede hacer para evitar que sea estrepitosa.
“Una derrota siempre es una derrota, pero de esta forma
duele más”, contó David Luiz a la FIFA, con los ojos llenos de lágrimas. No se
refería tanto al marcador como al modo en que se construyó, prolongando una
tristeza que era casi tortura. “Es muy duro que todo se produjese en seis
minutos, y tener que seguir luchando después hasta el final, sabiendo que es casi
imposible. Yo pensaba: si esto es un sueño, quiero que se acabe ya”.
El sueño no terminó, al menos no la pesadilla que David Luiz
y todo Brasil imaginaban estar viviendo. Únicamente duró unos minutos, pero fue
lo bastante real como para acabar con otro: el de ser campeón del mundo en casa
después de aquella catástrofe deportiva 64 años. Y hasta ahora nadie sabe decir
cómo ni por qué ha sido. (Fifa.com)
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