Mérida, Yucatán.- A la edad de 89 años murió este miércoles en
la Ciudad de México el poeta, narrador y editor Raúl Renán González. Nació en
Mérida, Yucatán, el 2 de febrero de 1928.
Estudió la Licenciatura en Letras en la UNAM, donde realizó
cursos de Arte Dramático.
Ha sido coordinador de talleres literarios en el INBA, la
UNAM, en la Universidad Iberoamericana y de inducción editorial para jóvenes
del CNIPL.
Fundó y dirigió la editorial La Máquina Eléctrica, Papeles
(pliego seriado de literatura), la colección Fósforos (cajas de poesía breve),
y la revista Ensayo guía y divulgación del género para alumnos de la UNAM,
también de la colección la 7ª llave antologías de sus talleres de la UNAM.
Ha sido coordinador del consejo técnico editorial del INBA,
Subdirector del CNIPL, Subdirector del Periódico de Poesía UNAM/INBA y
Coordinador de Papel de Literatura, Boletín del CNIPL/INBA.
Ha colaborado en Casa del Tiempo, Sacbé, Periódico de
Poesía, Luvina, La Jornada Semanal, Sábado de Unomasuno, El Ángel del Reforma,
La Cultura en México de la revista Siempre, Castálida, Tropo a la uña, Tierra
Adentro.
Participación en la lectura ininterrumpida de Cien años de
Soledad de Gabriel García Márquez, en Presencia de Colombia en México, sala
Manuel M Ponce, Palacio de Bellas Artes 08 de noviembre 2004.
Forma parte de la Antología poética Iberoamericana 2005 su
director Alberto Peyrano con convenio de la UNESCO.
Fue jurado del XIII festival internacional de las artes (Premio
Interamericano de poetas), Navachiste, Guasave, Sinaloa 2005.
Autobiografía por Raúl Renán
Fui un niño solitario que conoció las letras y su
organización en palabras bajo un método arbitrario de un obrero, bajo cuya
tutoría y la de su esposa crecí. El método fue conocer las letras por su figura
y sonido, y con la combinación de éstos hacer las palabras. El tutor usaba el
diccionario para escoger la palabra que había que organizar, armonizar,
entonar, leerla de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante. Me acuerdo
que escogió la palabra alabanza que se convirtió en aznabala. Mamá y papá no eran
palabras recomendables porque no eran para recordar. De manera que empecé a
conocer el idioma arbitrariamente, donde lo indicaba mi curiosidad. Y como
alabanza, según la definición, era un conjunto de términos que hablaban bien de
las cosas, me acostumbré a alabar la vida y sus defectos.
El libro perfecto
para encontrar las alabanzas era la Biblia; segundo libro compañero de mi
soledad de niño. “Bienaventurado el que no anduvo en consejo de malos ni estuvo
en camino de pecadores, ni se sentó en silla de burladores.” Alabada la tierra
que me sostiene y el cielo que me cobija.
Como un regalo por haber cambiado de padres, trasponiendo
las puertas de la calle y respirando el primer aire ajeno, recibí la tablilla
del ABC que me pusieron en las manos a modo de juguete deseado. Tenía yo
cumplidos los seis años y tras de sentarme a la mesa de comer con una silla
alta para mí, conocí a su vez, en el mismo sitio transformado, el escritorio con sus herramientas
elementales: cuaderno, lápiz y pluma con manguillo, tinta negra terriblemente
manchadora y su respectivo secante. La tablilla exhibía en páginas sucesivas
las letras con formas trazadas a mano denotando que las líneas que caían eran
gruesas en tanto las que subían eran delgadas. Letras mayúsculas y minúsculas
que yo miraba sorprendido de tantos signos perfectamente bien trazados como
interminables hileras de hormigas que crecían y decrecían. Yo sin entenderlas
aún ni saber cómo se llamaban y por qué, en tanto transcurrían, iban formando
pequeños agrupamientos de dos a dos, dos a tres, tres a cuatro, a cinco y a
seis letras. “Esas son las letras para que aprendas a leer libros y muchos
libros, como yo nunca pude hacer.” El tutor tenía sólo dos libros: la Biblia,
que leía a breves trancos, y un diccionario donde averiguaba la definición de
las palabras que no entendía. Estos libros ocupaban un lugar en la amplia mesa,
llamada de los santos, como si tuviera que ver con las figuras en ella
expuestas y fueran a su vez sustancia espiritual de la cual reciben influencia
quienes a ellas acercan su pensamiento y su deseo de saber.
Solo como estaba la mayor parte del tiempo, bien me cayó el
olvido de algún lector en la sala de mi casa, un librillo de hojas sueltas
dobladas dentro de una cubierta de cartoné, con una canción y un romance, bajo
el nombre de Lope de Vega: “A mis soledades voy,/ de mis soledades vengo,/
porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos.” Entendí que las letras
se ocupan de darles sentido a las palabras y que las palabras sirven para que las
cosas tengan nombre y vivan y se muevan como uno quiere. Por mi cuenta, las
palabras que yo buscaba eran las que hablaban de las cosas más cercanas a mí:
casa, suelo, techo, perro, lápiz, árbol, cuaderno, Dios. Éste estaba en la
Biblia, por eso cuando quería encontrarlo la abría.
La curiosidad me llevaba a la mesa de los libros y los
santos para atraer a mí la Biblia y leer las palabras que tanto distraían al
tutor cuando la sostenía ante sus ojos, montada previamente entre los dedos de
su mano izquierda erigida al vuelo. Así respiraba tranquilo, tal parecía,
merced al acercamiento producido entre el libro y los ojos. Ello significaba un
sentido natural pero el efecto no era determinante, tan pronto acontecía el
suceso. Yo leía una a una las palabras sueltas según la emoción que arrojaban
en mí, el catecúmeno. El atractivo de las letras, menudas curiosidades
semejantes a insectos de patas torcidas y abdómenes inflados o reducidos a globos con hilos
sueltos como la d y la b, yo las dibujaba exagerando sus formas de manera
individual en los márgenes. Las páginas las convertía en planas llenas de
manchas y figurillas caprichosas, en cierto modo las convertía en campos de
juego donde había palabras montadas en otras palabras en mi afán por
corregirlas. O en hilar las letras en un cordón irrompible que a veces se
holgaba por el peso de las grafías. Éstas regularmente eran más en cantidad que
las que componían legalmente las palabras.
Sobre la Biblia y el ejemplar del diccionario apareció otro
libro llamado Lecciones de cosas, muy atractivo a mí modo de entender porque
yo, niño solitario (el tutor iba a su peluquería y la esposa a sus trabajos de
aseadora de casas o algo así), yo sólo jugaba con los libros que inicialmente
apilaba unos sobre otros formando arcos mayas terminados en punta o abiertos a
modo de tiendas de campaña, también unos sobre otros simulando escalones. Las
palabras del diccionario me entretenían buscando las que nombraban las cosas,
los fenómenos o los seres vivos. En esas búsquedas me tropezaba con palabas
extrañas que nunca había leído, por ejemplo “abad” (en mi barrio no pasábamos
de cura); conocía yo “abatanar”, que significa golpear sin medida a una
persona, situación que ocurría en la escuela cuando varios alumnos le tundían
sobre la cabeza y la espalda a otro. Me gustaron “abundar”, “albedrío”,
“amarar”, “añada”, “bagaje”, “cóndor”.
El diccionario lo leía todos los días: era mi literatura
predilecta, llena de nombres. Todos esos nombres hacían el mundo: vivir, nombre
de hacer la vida; cariño, nombre de estar feliz; cabeza, nombre de la casa del
pensamiento. Como no podía llevarme el diccionario cuando me enviaban a comprar
al tendajón cercano, ni cuando me subía a los árboles a bajar frutos maduros,
decidí aprenderlo de memoria. Pero en lugar de empezar con las primeras
palabras de la a, me introducía a las selváticas páginas donde estaban las
grandes palabras, las enigmáticas, las misteriosas: parsimonia, quimera,
sandio, verso, inane y muerte, la más mortal de todas. Nunca me interesó buscar
las palabras ocultas. Ni las malas, que nunca oí en el taller de las maderas.
Algún cliente de la carpintería, de los que me veían leer el diccionario
abierto sobre las piernas, compadecido de mí, me trajo cuentos de la colección
Biliken, para encontrarme con historias en las que no estaban Jehová, Job, el
rey David ni Ruth. Me pareció extraño, pero entendí que alguien podría escribir
un cuento sobre mí y mi diccionario, que me cubría cuando al dormirme sobre sus
páginas abiertas las manchaba con sudor.
La Biblia no sólo era fuente de información de alabanzas y
milagros, sino también, para los clientes que encargaban mesas de tres
cabeceras y sillas de respaldos redondos, que oían leídas por una voz chillona,
historias llenas de sacrificio y de miedo por el poder de Dios en la tierra y
en el cielo.
Leía y leía las palabras eligiendo las que aprendería de
memoria. A veces, a capricho, escribía una de esas palabras sin saber su uso,
como “adoquinar”. Otro juego era el de escribir una tras otra, sin coma alguna,
buscando forzar una relación gramatical. Me gustaba el resultado.
El tutor, quien antes de irse al trabajo se asomaba a las
hojas donde yo garrapateaba letras sobre letras, bajo letras, entre letras, un
día me dijo por decir con autoridad: “eso de las vocales es muy fácil, cuando
tengas una a le aumentas otras dos iguales y te da araña; si es i iriñi, si es
o oroño”, y si es u, dije yo, queda uruñu. Pues sí que es fácil, comenté
conmigo; pero qué tal si es una l, sería laraleo lalein; y si es d, dudando
dedos, doy, y si es g, guaguas, gárgaras.
Lo excelso por el hallazgo fue cuando me ordenó copiar las
lecciones de cosas en una libreta rayada. Lo empecé a hacer con el uso celoso
de las letras de la tablilla del abecedario. Fue algo suntuoso seguir los
carriles de las páginas a rayas, las emes monumentales, las oes orondas,
orondadas, llenas de orgullo, de nobleza; las eses como gusanos erguidos; las
eñes como urnas coronadas y así hasta las zetas zumbando como firmas del sueño.
La q como un hilo redondo con un cabo colgante, la r rampante siempre en
marcha.
Es de entenderse que nadie parara las orejas para oír
semejantes prodigios, mucho menos relatados por una voz desentonada y sin
pausas legales. Donde decía “todas las cosas de la tierra volverán a la tierra:
así los impíos, de maldición a perdición”, oían: “todas las cosas, de la tierra
volverán así, los impíos de maldición ¡ah! Perdición”.
Otros libritos que encontré en la mesa destinada para rezar
a los santos, fueron uno pequeño, con poemas de un escritor llamado Góngora,
Cancioncillas, decía, y otro de tamaño regular llamado Lecciones de cosas, de
autor olvidado, con maravillas de toda laya, el mundo y sus fenómenos,
curiosidades naturales, las razones del agua, las bolsascuna de los canguros.
Este libro, que me enseñó a inventar, fue mi compañero durante mucho tiempo.
Con él copiaba ejercitando mi caligrafía, que hasta hoy no perfecciono, patas
de araña y minúsculas, mayúsculas, hilos enmarañados. Cansado y aburrido de
copiar las palabras, empecé a sustituirlas por otras de mi cosecha, inventaba
yo historias elementales que entreveraba con las del libro que ya era
“Lecciones de mis cosas”. Fueron mis primeros intentos narrativos.
Después de todo esto, comprendo ahora que he sido objeto de
una jugarreta del azar. Las palabras fueron, son, desde el principio, una
invención ideal que resuelve en cierto modo el que las cosas que nos rodean no digan
ninguna palabra y sean en sí palabras que hay que leer. Ocurre lo mismo con la
naturaleza: los elementos producen sonidos que se leen, no como ellos lo
prefieran. Lo que hacemos lo emitimos con sólo nuestra presencia, que en los
seres humanos es en sí lenguaje llenando el espacio en que vivimos; asimismo
caminamos, nos movemos, pestañeamos, late nuestro corazón, respiran nuestros
pulmones, todo, absolutamente todo es lectura latente, está el silencio
extendido, dispuesto a que lo convirtamos en nuestra lectura.
La secuencia del tiempo es la escritura donde se suscita lo
que leemos revelando el contenido de nuestra vida. La silla no sólo habla de la
comodidad que ofrece su asiento; es más, su geometría, su oferta de un posible
movimiento, el andar que está en potencia en sus cuatro patas o en las curvas
en que los pies ya son mecedora. Ésta es la violencia del mundo sensible: la
confirmación está en lo cierto, el adentro es la clave.
Entre tanto iba a la escuela, donde quisieron corregirme la
mala costumbre de cambiar el sentido a las lecciones. Y de mi atravesada
aventura de incluir en el discurso palabras raras y mal pronunciadas, como
adbeldrío por albedrío, que mucho tenía que ver sin saberlo con la sumisión del
escolar que hablaba por su cuenta. Respecto a mis maestros que interpretaban a
los grandes maestros, y a los grandes maestros que no se dolían de la
interpretación que hacían mis inductores escolares, dejo mi alabanza al
beneficio de su memoria.
Originario que soy de Yucatán donde la cultura maya dejó
vestigios notables, mis primeras lecturas por elección personal fueron de la
tradición regional: El Popol Vuh, El Chilam Balam de Chumayel y El Rabinal
Achí. Lecturas obligadas de todos los que
nacimos bajo la historia de esa espléndida antiguedad: fascinados con la
invención del cero y con la captura del eco. No voy a decir que a las agujas
las llamaban fugaces; a los dedos, hijos de sus manos; y a los ojos, gemelos.
Las otras lecturas, connaturales, fueron libros de nuestros
contemporáneos ya viejos entonces: Antonio Médiz Bolio y Ermilo Abreu Gómez,
últimos baluartes del regionalismo y costumbrismo yucatecos. De Médiz Bolio no
olvido la traducción al castellano del Chilam Balam, un largo poema de
sorprendentes imágenes: “Toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y
pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su
poder y a su trono… Hijo mío, ve a traerme la flor de la noche. He aquí la flor
de la noche que me pides: la estrella del cielo.”
En revistas y libros de editoriales extranjeras leí
sobradamente a Federico García Lorca y a Pablo Neruda. De la ciudad de México
llegó mi favorito, Ramón López Velarde, y un español recién llegado con el
exilio, Pedro Garfias: “Yo conocí un árbol que me quería bien/ nunca supe su
nombre/ no se lo pregunté.”
Octavio Paz llegó a Mérida con su poema de la guerra
española, la elegía “A un compañero muerto en el frente de Aragón”: “Has muerto
camarada,/ en el ardiente amanecer del mundo.” Esa causa del poema era nuestra,
nos hizo partícipes de su fe revolucionaria. Cuando llegué a la capital del
país, el Octavio Paz preferido era el de El Laberinto de la Soledad: la entraña
del mexicano descubierta por un poeta.
Era el fin de los años cincuenta. Llegué con una tarjeta de
presentación mágica dirigida a Andrés Henestrosa. Se la enviaba Rodolfo Concha
Campos y en ella me presentaba a su amigo muy querido. Otro a quien recuerdo
entrañablemente es a Francisco Zendejas, creador de los premios Villaurrutia y
Alfonso Reyes, de quien recibí, merced a su generosidad, la atención para
trabajar con él en las páginas culturales de Excélsior y quien, finalmente, me
ubicó en la editorial Porrúa donde estuve seis años a cargo de el Boletín
Biográfico Mexicano de difusión continental, para después dedicarme a la
publicidad con la invitación del excelente poeta de origen colombiano Álvaro
Mutis, por cuyo conducto hice cordial amistad con su paisano Gabriel García
Márquez, quien me dedicaba sus libros a Renán-XXI, aludiendo a la calle en que vivía.
Enseguida me asomé a la lectura de los poemas de Rubén
Bonifaz Nuño; tanto amor, amor mexicano, no había leído jamás. El manto y la
corona me gustó tanto como mi Biblia. Sentía que tenía ese mismo tenor. Anduve
con ese libro debajo del brazo, como se acostumbraba en esa época para leerlo
en cualquier descuido. Era ideal para seducir a las muchachas. Desde luego,
cuando escribí mis Catulinarias, influido por Catulo, traducción por Rubén
Bonifaz, no me servían para enamorisquear porque en cada poema me burlaba de
las virtudes y pasiones humanas, como el lambiscón al que llamé “Laméculo”, y
“Sadicón” al que lastima para hacer sufrir. Con la poesía de Bonifaz, reunida
en De otro modo lo mismo, me quedé y conservo.
Y la de Jaime Sabines, de quien recibí la más sentida
lección filial con “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”. Y la de Efraín
Huerta, con su gran amor por la ciudad, y sus poemínimos.
Leí más a Ramón López Velarde, por quien entendí el signo
profundo de la Suave Patria, al grado de hacerlo en público ante numerosos
amigos, leyéndolo en voz alta en el bosque de Chapultepec, en un claro a la luz
de una fogata, y guardianes del orden que autorreprimían su autoridad porque se
estaba leyendo poesía, ¿por qué? La fonética lo acercaba al policía.
Es notable que mis lecturas preferentes hayan sido de
poesía. Sin embargo, la literatura temprana que ocupó mi atención y atrapó mi
interés fue el cuento; lo descubrí en Chéjov y en Maupassant.
Hay quien dice hoy, al cabo de los años, que este autor ruso
y su equivalente francés del mismo siglo, con diez años de diferencia en su
nacimiento, son lectura obligada, que no dejan de ser modelo, sobre todo
después de leer a tantos nuevos cuentistas que nada tienen de nobleza
literaria, quiero decir, temas cercanos a nuestras cosas, tersura en el narrar,
gráfica de movimiento equilibrado, que hoy pongo en anaquel de lujo a Cortázar,
Rulfo y Onetti.
Yo leí mucho a Chéjov. Entre los libros que me acompañaron
en mi exilio de Mérida a la ciudad de México, uno de ellos era el tomo de la
editorial Aguilar con doscientos cuentos de mi autor. Chéjov, en cuento,
equivale a Montaigne en ensayo. Ambos se identificaban con el género de su
dominio, al que prácticamente inventaron. Pienso en cuento, pienso en Chéjov;
pienso en ensayo, pienso en Montaigne, a quien leí entrado el tiempo. Fue una
grata sorpresa constructiva descubrir a este milagro extraordinario del siglo
xvi y sus rarezas con sólo pintarse a sí mismo. Fue una lectura que hice con el
alma abierta y el pensamiento descubierto.
Primero experimenté la letra dentro de la letra, después la
sílaba dentro de la sílaba en su condición acentual, enseguida la palabra
dentro de la palabra en su acepción más profunda y finalmente el poema dentro
del poema. De estos descubrimientos derivan los conceptos que definen mis
libros, sus contenidos. En La gramática fantástica, las vocales y todas las
letras hallan un campo de juego, explicaciones, el milagro de las palabras, el
largo viaje en la teoría de la escritura, la meditación de la memoria, la
incertidumbre de la verdad del contenido de las palabras, la razón de la
experimentación.
Cuatro años más tarde, en 1976, fue fundada la Máquina
Eléctrica Editorial. Después de iniciado el catálogo con los libros de
Francisco Hernández (Portarretratos) y Miguel Flores Ramírez (El ojo de la
cerradura), apareció mi poemario Lámparas oscuras, colección de haikú; después
seguiría el de Carlos Nieto (El universo que te digo), el de Antonio Castañeda
(Enigma personal) y el de Guillermo Fernández (Fantasmas bajo llave). Muchos
más siguieron hasta las veintisiete letras que del alfabeto adoptamos y tal vez
otros cuatro correspondientes a la segunda vuelta alfabética: Postcriptum, de
Joseph Brodsky, libro aparecido el mismo año en el que recibió el Premio Nobel.
Otros autores de esta colección fueron Javier Sologuren, Manuel Mejía Valera,
Eduardo Suárez del Real, Darie Novaceanu, Ernesto Trejo, Luis Eduardo Rivera,
Sandro Cohen, Joel Piedra, Arturo Trejo Villafuerte, María de los Ángeles
Juárez, Marjorie Agosín, Jorge Eduardo Moshes, Francisco Cervantes (Portugal a
través de dos poetas pessoalísimos), Rafael Alcérreca, Alaíde Foppa, Juan
Manuel Asai, Roberto López Moreno, Carlos Oliva, José Luis Bernal, Víctor
Neumann. Satisfago esta documentación por considerarla importante, dado que
incluye los poetas en orden de aparición.
Mi conocimiento de los “Contemporáneos”, el famoso grupo no
grupo, mexicano de los años veinte, se produjo gracias a mi amistad con Elías
Nandino, a quien por otra parte conocí a través de José Emilio Pacheco, Carlos
Monsiváis y Francisco Cervantes. Del doctor Nandino, quien me hablaba siempre
de su gran amigo Xavier Villaurrutia, aprendí la costumbre del café con galletas
untadas con mermelada de naranja. La lectura de Villaurrutia la tuve de
principio en Mérida por su poesía y por su teatro. Sus nocturnos marcaban la
pauta de un género poético; con Nandino hacían la mancuerna de poetas de esa
peculiaridad. Después leí a Gorostiza; su Muerte sin fin, el poema mexicano de
mayor magnitud artística, me admiraba y admira a cada lectura, me llenaba de
sí, sitiado por su radiante atmósfera de luces. Para mí, este poema significa
sabiduría del alma. Otro “contemporáneo” de mis preferencias fue Jorge Cuesta,
por sus sonetos, que leí detenidamente estudiando su composición, estructura y
lenguaje. El soneto me cautivó como entidad poeticomatemática: cuerpo ceñido
por la emoción de la inteligencia.
De Salvador Novo leí sus crónicas en la revista Hoy. Nada
tan bien escrito, tan agudo y tan divertido. La prosa de Novo nunca es
gratuita, o hiere o reconforta. Y su poesía, también marcada por el soneto,
muchas veces festivo. Su libro Nueva grandeza mexicana fue mi lectura
predilecta.
Si de buena lectura hablamos, dos dones me son entrañables:
don Martín Luis Guzmán y don Alfonso Reyes. Me entretuve con ellos y leí para
emocionarme, momentos de grandeza literaria con “La fiesta de las balas”,
revolución imaginada como dicen algunos críticos, porque nadie que haya estado
en esta refriega viviría para contarlo. La pluma es intocable. Lo mismo podría
decirse de la cercanía física de Reyes con Goethe para escribir esas páginas
que nos hacen sentir el poder del pensador y literato alemán del siglo xix: “La
trayectoria e ideas políticas de Goethe.” El poeta Reyes me cautivó a tal grado
que lo he leído y comentado con mis alumnos en varias ocasiones. Don Alfonso
cambió al poeta por el humanista. Sin embargo, su Visión de Anáhuac y su Homero
en Cuernavaca son modelos de creación americana.
Los raros entre mis autores más queridos han sido Panait
Strati, el prosista rumano con cuya Kira Kiralina abrió fuego genial en el
mundo de la novela autobiográfica. Yo disfruté a Strati hasta en El pescador de
esponjas. François Villon, poeta francés del siglo xvi, quien con su
“Testamento” impuso la voz terrible de la poesía, me conmocionó. En su época,
muchos no se lo perdonaron. Otro escritor maldito, el Conde de Lautremont, me
marcó con sus Cantos de Maldoror, que descubrí en el café París de México en
manos del pintor Fernando Leal. Nadie que lea a este escritor vuelve a ser el
mismo. Cuando quiero encontrarme con la versión de la vida escrita por un ángel
rebelde y clarividente, como fue calificado en su tiempo en Francia, releo a
Lautremont. El otro ángel del infierno fue el poeta niño Arthur Rimbaud. Esto
lo saben todos los que han leído Una temporada en el infierno, poesía a la que
eventualmente recuerdan con malas imitaciones. Rimbaud elevó a su excelencia el
género versicular fundado por escritores de la Biblia. Saint John-Perse, de
Francia, y Jorge Guillén, de Valladolid, España, me dieron pautas de muy buena
poesía. Del primero, con el versículo lleno de los aires mitológicos de la Isla
de Guadalupe en donde nació, aún me apasiona su Anabasis; y el segundo, con sus
Cantos, en los que ejercitó la síntesis bella y perfecta de la lengua
castellana.
Con mi querido amigo Simón Otaola leí más y más a Ramón
Gómez de la Serna. Es grato el humor literario, nos mete en el quicio de la
locura risueña si admitimos que los de nariz arrugada nos sacan de quicio.
Ramón nos divertía y conservaba sano nuestro hígado. Risa inteligente
disgregada en sus centenares de greguerías de las que dijo que “es lo único que
no nos pone tristes, cabezones, pesarosos y tumefactos… su autor juega mientras
las compone… tira su cabeza a lo alto y después la recoge”.
Con Francisco Cervantes leí a Fernando Pessoa hasta el grado
de convertirnos de regreso en uno más de sus múltiples heterónimos. Su
traducción de la Oda marítima es un logro a la altura del texto original.
Álvaro de Campos reiría al verse copiado. Francisco Cervantes es el mejor poeta
de su generación y uno de los mejores de este país. Poesía doliente que toca
las heridas, heridas que se alternan. Lo he leído con gusto.
Como toda mi generación, creo que me instruí de Homero en
las traducciones de la Ilíada y la Odisea por Luis Segala y Estalella, en los
libros verdes de los clásicos impulsados por José Vasconcelos. Esos poemas-novelas
los leí con el ritmo de los libros de guerra y de aventuras fantásticas.
Después volví a leerlos con lentitud, como se lee la poesía. Otro después, lo
leí a pulso de memorioso sin atesorarlo como sería de esperarse. De mis
visiones de esta última lectura produje imaginados episodios extraídos de los
silencios de Homero. Los hexámetros dactílicos de Homero en la traducción se
tornaron hermosísima poesía versicular. Rubén Bonifaz Nuño los tradujo en verso
a pie de metro homérico.
A Juan Rulfo lo leí con fruición por el tono poético de su
escritura. A Pedro Páramo suelo regresar cada vez que necesito energía de
lenguaje y de poesía. Energía triste porque veo la miseria de mi país, miseria
seca y polvosa, muerta de sed y de hambre y de crimen. Qué bueno que para leer
la mejor literatura mexicana tiene el lector que pasar por esa verdad que no
termina. Los cuentos de El llano en llamas amplían esa visión en costumbres y
seres humanos. Y mención especial para mi amigo, el escritor José de la Colina,
puro, exacto e inventivo.
Mi otro libro, Catulinarias… donde Catulo, el latino, y su
discurso moral afirman la edificación de la conducta humana que yo dirijo a mis
contemporáneos; Pan de tribulaciones, otro de mis libros, es un encuentro
dialógico desde la conducta formal del poema con la presencia del poeta
guerrero y el joven lirida en defensa de su dama ideal; en Los urbanos, que es
ni más ni menos mi libro con el que defiendo a la ciudad en proceso de
destrucción de parte de sus habitantes; Los silencios de Homero, donde la
guerra de Troya, y el empeño prodigioso de Odiseo es posible leerlo a través de
lo que el poeta Homero no cita, o silencia en su épica; Mi nombre en juego,
hace a un lado las exigencias métricas y expone la diversidad de la nueva poesía;
y Emérita, mi poema extenso en homenaje a Mérida, mi querida ciudad donde, como
en el resto de mi obra, escribo la vida para que los jóvenes en evolución la
lean; A salto de río, la agonía del salmón, una analogía de la naturaleza
humana como un ascenso constante a la cumbre, siempre a contracorriente.
Hay más literatura mexicana. Muchísima de queridos amigos
míos cuyos nombres rebosarían mi mochila literaria. Ellos, como yo, habrán
pasado por mis lugares que son de cierto comunes. A veces las formaciones
coinciden. Ellos de seguro ya habrán contado también sus gustos literarios. Los
que vengan harán de nosotros lugar de referencia o de olvido. Estoy leyendo las
nuevas letras de mi país: los autores de la generación Crash, la generación
Crack, la generación con la X en la frente. Ahora, en este 2013, los autores
están emergiendo con mucha vitalidad entre las teclas digitales que están
modificando la forma de hacer literatura.
Creo en el arte literario. Confío en que no debemos
olvidarlo y la mejor receta para recuperarlo es regresar a la ilusión de
encontrar nueva literatura, releer a los clásicos, tanto los distantes griegos
como los cercanos mexicanos, y leer con sorpresa a los nuevos autores.
En fin, lo anterior es un motivo para contarles cuánto me
sirvieron aquellas primeras letras de mi origen, cómo han crecido conmigo las
palabras y su multiplicidad recreada por mi espíritu curioso que me ha
permitido experimentar todo, y nada, porque, como siempre, está en juego el
azar y la posibilidad del recomienzo.
Texto publicado en la edición 155 de Crítica.
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