Murió el poeta, narrador y editor Raúl Renán

Mérida, Yucatán.- A la edad de 89 años murió este miércoles en la Ciudad de México el poeta, narrador y editor Raúl Renán González. Nació en Mérida, Yucatán, el 2 de febrero de 1928.

Estudió la Licenciatura en Letras en la UNAM, donde realizó cursos de Arte Dramático.
Ha sido coordinador de talleres literarios en el INBA, la UNAM, en la Universidad Iberoamericana y de inducción editorial para jóvenes del CNIPL.

Fundó y dirigió la editorial La Máquina Eléctrica, Papeles (pliego seriado de literatura), la colección Fósforos (cajas de poesía breve), y la revista Ensayo guía y divulgación del género para alumnos de la UNAM, también de la colección la 7ª llave antologías de sus talleres de la UNAM.

Ha sido coordinador del consejo técnico editorial del INBA, Subdirector del CNIPL, Subdirector del Periódico de Poesía UNAM/INBA y Coordinador de Papel de Literatura, Boletín del CNIPL/INBA.
Ha colaborado en Casa del Tiempo, Sacbé, Periódico de Poesía, Luvina, La Jornada Semanal, Sábado de Unomasuno, El Ángel del Reforma, La Cultura en México de la revista Siempre, Castálida, Tropo a la uña, Tierra Adentro.

Participación en la lectura ininterrumpida de Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez, en Presencia de Colombia en México, sala Manuel M Ponce, Palacio de Bellas Artes 08 de noviembre 2004.

Forma parte de la Antología poética Iberoamericana 2005 su director Alberto Peyrano con convenio de la UNESCO.

Fue jurado del XIII festival internacional de las artes (Premio Interamericano de poetas), Navachiste, Guasave, Sinaloa 2005.

Autobiografía por Raúl Renán
Fui un niño solitario que conoció las letras y su organización en palabras bajo un método arbitrario de un obrero, bajo cuya tutoría y la de su esposa crecí. El método fue conocer las letras por su figura y sonido, y con la combinación de éstos hacer las palabras. El tutor usaba el diccionario para escoger la palabra que había que organizar, armonizar, entonar, leerla de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante. Me acuerdo que escogió la palabra alabanza que se convirtió en aznabala. Mamá y papá no eran palabras recomendables porque no eran para recordar. De manera que empecé a conocer el idioma arbitrariamente, donde lo indicaba mi curiosidad. Y como alabanza, según la definición, era un conjunto de términos que hablaban bien de las cosas, me acostumbré a alabar la vida y sus defectos.

El libro perfecto para encontrar las alabanzas era la Biblia; segundo libro compañero de mi soledad de niño. “Bienaventurado el que no anduvo en consejo de malos ni estuvo en camino de pecadores, ni se sentó en silla de burladores.” Alabada la tierra que me sostiene y el cielo que me cobija.

Como un regalo por haber cambiado de padres, trasponiendo las puertas de la calle y respirando el primer aire ajeno, recibí la tablilla del ABC que me pusieron en las manos a modo de juguete deseado. Tenía yo cumplidos los seis años y tras de sentarme a la mesa de comer con una silla alta para mí, conocí a su vez, en el mismo sitio transformado,  el escritorio con sus herramientas elementales: cuaderno, lápiz y pluma con manguillo, tinta negra terriblemente manchadora y su respectivo secante. La tablilla exhibía en páginas sucesivas las letras con formas trazadas a mano denotando que las líneas que caían eran gruesas en tanto las que subían eran delgadas. Letras mayúsculas y minúsculas que yo miraba sorprendido de tantos signos perfectamente bien trazados como interminables hileras de hormigas que crecían y decrecían. Yo sin entenderlas aún ni saber cómo se llamaban y por qué, en tanto transcurrían, iban formando pequeños agrupamientos de dos a dos, dos a tres, tres a cuatro, a cinco y a seis letras. “Esas son las letras para que aprendas a leer libros y muchos libros, como yo nunca pude hacer.” El tutor tenía sólo dos libros: la Biblia, que leía a breves trancos, y un diccionario donde averiguaba la definición de las palabras que no entendía. Estos libros ocupaban un lugar en la amplia mesa, llamada de los santos, como si tuviera que ver con las figuras en ella expuestas y fueran a su vez sustancia espiritual de la cual reciben influencia quienes a ellas acercan su pensamiento y su deseo de saber.

Solo como estaba la mayor parte del tiempo, bien me cayó el olvido de algún lector en la sala de mi casa, un librillo de hojas sueltas dobladas dentro de una cubierta de cartoné, con una canción y un romance, bajo el nombre de Lope de Vega: “A mis soledades voy,/ de mis soledades vengo,/ porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos.” Entendí que las letras se ocupan de darles sentido a las palabras y que las palabras sirven para que las cosas tengan nombre y vivan y se muevan como uno quiere. Por mi cuenta, las palabras que yo buscaba eran las que hablaban de las cosas más cercanas a mí: casa, suelo, techo, perro, lápiz, árbol, cuaderno, Dios. Éste estaba en la Biblia, por eso cuando quería encontrarlo la abría.

La curiosidad me llevaba a la mesa de los libros y los santos para atraer a mí la Biblia y leer las palabras que tanto distraían al tutor cuando la sostenía ante sus ojos, montada previamente entre los dedos de su mano izquierda erigida al vuelo. Así respiraba tranquilo, tal parecía, merced al acercamiento producido entre el libro y los ojos. Ello significaba un sentido natural pero el efecto no era determinante, tan pronto acontecía el suceso. Yo leía una a una las palabras sueltas según la emoción que arrojaban en mí, el catecúmeno. El atractivo de las letras, menudas curiosidades semejantes a insectos de patas torcidas y abdómenes  inflados o reducidos a globos con hilos sueltos como la d y la b, yo las dibujaba exagerando sus formas de manera individual en los márgenes. Las páginas las convertía en planas llenas de manchas y figurillas caprichosas, en cierto modo las convertía en campos de juego donde había palabras montadas en otras palabras en mi afán por corregirlas. O en hilar las letras en un cordón irrompible que a veces se holgaba por el peso de las grafías. Éstas regularmente eran más en cantidad que las que componían legalmente las palabras.

Sobre la Biblia y el ejemplar del diccionario apareció otro libro llamado Lecciones de cosas, muy atractivo a mí modo de entender porque yo, niño solitario (el tutor iba a su peluquería y la esposa a sus trabajos de aseadora de casas o algo así), yo sólo jugaba con los libros que inicialmente apilaba unos sobre otros formando arcos mayas terminados en punta o abiertos a modo de tiendas de campaña, también unos sobre otros simulando escalones. Las palabras del diccionario me entretenían buscando las que nombraban las cosas, los fenómenos o los seres vivos. En esas búsquedas me tropezaba con palabas extrañas que nunca había leído, por ejemplo “abad” (en mi barrio no pasábamos de cura); conocía yo “abatanar”, que significa golpear sin medida a una persona, situación que ocurría en la escuela cuando varios alumnos le tundían sobre la cabeza y la espalda a otro. Me gustaron “abundar”, “albedrío”, “amarar”, “añada”, “bagaje”, “cóndor”.

El diccionario lo leía todos los días: era mi literatura predilecta, llena de nombres. Todos esos nombres hacían el mundo: vivir, nombre de hacer la vida; cariño, nombre de estar feliz; cabeza, nombre de la casa del pensamiento. Como no podía llevarme el diccionario cuando me enviaban a comprar al tendajón cercano, ni cuando me subía a los árboles a bajar frutos maduros, decidí aprenderlo de memoria. Pero en lugar de empezar con las primeras palabras de la a, me introducía a las selváticas páginas donde estaban las grandes palabras, las enigmáticas, las misteriosas: parsimonia, quimera, sandio, verso, inane y muerte, la más mortal de todas. Nunca me interesó buscar las palabras ocultas. Ni las malas, que nunca oí en el taller de las maderas. Algún cliente de la carpintería, de los que me veían leer el diccionario abierto sobre las piernas, compadecido de mí, me trajo cuentos de la colección Biliken, para encontrarme con historias en las que no estaban Jehová, Job, el rey David ni Ruth. Me pareció extraño, pero entendí que alguien podría escribir un cuento sobre mí y mi diccionario, que me cubría cuando al dormirme sobre sus páginas abiertas las manchaba con sudor.

La Biblia no sólo era fuente de información de alabanzas y milagros, sino también, para los clientes que encargaban mesas de tres cabeceras y sillas de respaldos redondos, que oían leídas por una voz chillona, historias llenas de sacrificio y de miedo por el poder de Dios en la tierra y en el cielo.

Leía y leía las palabras eligiendo las que aprendería de memoria. A veces, a capricho, escribía una de esas palabras sin saber su uso, como “adoquinar”. Otro juego era el de escribir una tras otra, sin coma alguna, buscando forzar una relación gramatical. Me gustaba el resultado.

El tutor, quien antes de irse al trabajo se asomaba a las hojas donde yo garrapateaba letras sobre letras, bajo letras, entre letras, un día me dijo por decir con autoridad: “eso de las vocales es muy fácil, cuando tengas una a le aumentas otras dos iguales y te da araña; si es i iriñi, si es o oroño”, y si es u, dije yo, queda uruñu. Pues sí que es fácil, comenté conmigo; pero qué tal si es una l, sería laraleo lalein; y si es d, dudando dedos, doy, y si es g, guaguas, gárgaras.

Lo excelso por el hallazgo fue cuando me ordenó copiar las lecciones de cosas en una libreta rayada. Lo empecé a hacer con el uso celoso de las letras de la tablilla del abecedario. Fue algo suntuoso seguir los carriles de las páginas a rayas, las emes monumentales, las oes orondas, orondadas, llenas de orgullo, de nobleza; las eses como gusanos erguidos; las eñes como urnas coronadas y así hasta las zetas zumbando como firmas del sueño. La q como un hilo redondo con un cabo colgante, la r rampante siempre en marcha.

Es de entenderse que nadie parara las orejas para oír semejantes prodigios, mucho menos relatados por una voz desentonada y sin pausas legales. Donde decía “todas las cosas de la tierra volverán a la tierra: así los impíos, de maldición a perdición”, oían: “todas las cosas, de la tierra volverán así, los impíos de maldición ¡ah! Perdición”.

Otros libritos que encontré en la mesa destinada para rezar a los santos, fueron uno pequeño, con poemas de un escritor llamado Góngora, Cancioncillas, decía, y otro de tamaño regular llamado Lecciones de cosas, de autor olvidado, con maravillas de toda laya, el mundo y sus fenómenos, curiosidades naturales, las razones del agua, las bolsascuna de los canguros. Este libro, que me enseñó a inventar, fue mi compañero durante mucho tiempo. Con él copiaba ejercitando mi caligrafía, que hasta hoy no perfecciono, patas de araña y minúsculas, mayúsculas, hilos enmarañados. Cansado y aburrido de copiar las palabras, empecé a sustituirlas por otras de mi cosecha, inventaba yo historias elementales que entreveraba con las del libro que ya era “Lecciones de mis cosas”. Fueron mis primeros intentos narrativos.

Después de todo esto, comprendo ahora que he sido objeto de una jugarreta del azar. Las palabras fueron, son, desde el principio, una invención ideal que resuelve en cierto modo el que las cosas que nos rodean no digan ninguna palabra y sean en sí palabras que hay que leer. Ocurre lo mismo con la naturaleza: los elementos producen sonidos que se leen, no como ellos lo prefieran. Lo que hacemos lo emitimos con sólo nuestra presencia, que en los seres humanos es en sí lenguaje llenando el espacio en que vivimos; asimismo caminamos, nos movemos, pestañeamos, late nuestro corazón, respiran nuestros pulmones, todo, absolutamente todo es lectura latente, está el silencio extendido, dispuesto a que lo convirtamos en nuestra lectura.

La secuencia del tiempo es la escritura donde se suscita lo que leemos revelando el contenido de nuestra vida. La silla no sólo habla de la comodidad que ofrece su asiento; es más, su geometría, su oferta de un posible movimiento, el andar que está en potencia en sus cuatro patas o en las curvas en que los pies ya son mecedora. Ésta es la violencia del mundo sensible: la confirmación está en lo cierto, el adentro es la clave.

Entre tanto iba a la escuela, donde quisieron corregirme la mala costumbre de cambiar el sentido a las lecciones. Y de mi atravesada aventura de incluir en el discurso palabras raras y mal pronunciadas, como adbeldrío por albedrío, que mucho tenía que ver sin saberlo con la sumisión del escolar que hablaba por su cuenta. Respecto a mis maestros que interpretaban a los grandes maestros, y a los grandes maestros que no se dolían de la interpretación que hacían mis inductores escolares, dejo mi alabanza al beneficio de su memoria.

Originario que soy de Yucatán donde la cultura maya dejó vestigios notables, mis primeras lecturas por elección personal fueron de la tradición regional: El Popol Vuh, El Chilam Balam de Chumayel y El Rabinal Achí. Lecturas obligadas de todos los que  nacimos bajo la historia de esa espléndida antiguedad: fascinados con la invención del cero y con la captura del eco. No voy a decir que a las agujas las llamaban fugaces; a los dedos, hijos de sus manos; y a los ojos, gemelos.

Las otras lecturas, connaturales, fueron libros de nuestros contemporáneos ya viejos entonces: Antonio Médiz Bolio y Ermilo Abreu Gómez, últimos baluartes del regionalismo y costumbrismo yucatecos. De Médiz Bolio no olvido la traducción al castellano del Chilam Balam, un largo poema de sorprendentes imágenes: “Toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su poder y a su trono… Hijo mío, ve a traerme la flor de la noche. He aquí la flor de la noche que me pides: la estrella del cielo.”

En revistas y libros de editoriales extranjeras leí sobradamente a Federico García Lorca y a Pablo Neruda. De la ciudad de México llegó mi favorito, Ramón López Velarde, y un español recién llegado con el exilio, Pedro Garfias: “Yo conocí un árbol que me quería bien/ nunca supe su nombre/ no se lo pregunté.”

Octavio Paz llegó a Mérida con su poema de la guerra española, la elegía “A un compañero muerto en el frente de Aragón”: “Has muerto camarada,/ en el ardiente amanecer del mundo.” Esa causa del poema era nuestra, nos hizo partícipes de su fe revolucionaria. Cuando llegué a la capital del país, el Octavio Paz preferido era el de El Laberinto de la Soledad: la entraña del mexicano descubierta por un poeta.

Era el fin de los años cincuenta. Llegué con una tarjeta de presentación mágica dirigida a Andrés Henestrosa. Se la enviaba Rodolfo Concha Campos y en ella me presentaba a su amigo muy querido. Otro a quien recuerdo entrañablemente es a Francisco Zendejas, creador de los premios Villaurrutia y Alfonso Reyes, de quien recibí, merced a su generosidad, la atención para trabajar con él en las páginas culturales de Excélsior y quien, finalmente, me ubicó en la editorial Porrúa donde estuve seis años a cargo de el Boletín Biográfico Mexicano de difusión continental, para después dedicarme a la publicidad con la invitación del excelente poeta de origen colombiano Álvaro Mutis, por cuyo conducto hice cordial amistad con su paisano Gabriel García Márquez, quien me dedicaba sus libros a Renán-XXI, aludiendo a la calle en que vivía.

Enseguida me asomé a la lectura de los poemas de Rubén Bonifaz Nuño; tanto amor, amor mexicano, no había leído jamás. El manto y la corona me gustó tanto como mi Biblia. Sentía que tenía ese mismo tenor. Anduve con ese libro debajo del brazo, como se acostumbraba en esa época para leerlo en cualquier descuido. Era ideal para seducir a las muchachas. Desde luego, cuando escribí mis Catulinarias, influido por Catulo, traducción por Rubén Bonifaz, no me servían para enamorisquear porque en cada poema me burlaba de las virtudes y pasiones humanas, como el lambiscón al que llamé “Laméculo”, y “Sadicón” al que lastima para hacer sufrir. Con la poesía de Bonifaz, reunida en De otro modo lo mismo, me quedé y conservo.

Y la de Jaime Sabines, de quien recibí la más sentida lección filial con “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”. Y la de Efraín Huerta, con su gran amor por la ciudad, y sus poemínimos.

Leí más a Ramón López Velarde, por quien entendí el signo profundo de la Suave Patria, al grado de hacerlo en público ante numerosos amigos, leyéndolo en voz alta en el bosque de Chapultepec, en un claro a la luz de una fogata, y guardianes del orden que autorreprimían su autoridad porque se estaba leyendo poesía, ¿por qué? La fonética lo acercaba al policía.

Es notable que mis lecturas preferentes hayan sido de poesía. Sin embargo, la literatura temprana que ocupó mi atención y atrapó mi interés fue el cuento; lo descubrí en Chéjov y en Maupassant.

Hay quien dice hoy, al cabo de los años, que este autor ruso y su equivalente francés del mismo siglo, con diez años de diferencia en su nacimiento, son lectura obligada, que no dejan de ser modelo, sobre todo después de leer a tantos nuevos cuentistas que nada tienen de nobleza literaria, quiero decir, temas cercanos a nuestras cosas, tersura en el narrar, gráfica de movimiento equilibrado, que hoy pongo en anaquel de lujo a Cortázar, Rulfo y Onetti.

Yo leí mucho a Chéjov. Entre los libros que me acompañaron en mi exilio de Mérida a la ciudad de México, uno de ellos era el tomo de la editorial Aguilar con doscientos cuentos de mi autor. Chéjov, en cuento, equivale a Montaigne en ensayo. Ambos se identificaban con el género de su dominio, al que prácticamente inventaron. Pienso en cuento, pienso en Chéjov; pienso en ensayo, pienso en Montaigne, a quien leí entrado el tiempo. Fue una grata sorpresa constructiva descubrir a este milagro extraordinario del siglo xvi y sus rarezas con sólo pintarse a sí mismo. Fue una lectura que hice con el alma abierta y el pensamiento descubierto.

Primero experimenté la letra dentro de la letra, después la sílaba dentro de la sílaba en su condición acentual, enseguida la palabra dentro de la palabra en su acepción más profunda y finalmente el poema dentro del poema. De estos descubrimientos derivan los conceptos que definen mis libros, sus contenidos. En La gramática fantástica, las vocales y todas las letras hallan un campo de juego, explicaciones, el milagro de las palabras, el largo viaje en la teoría de la escritura, la meditación de la memoria, la incertidumbre de la verdad del contenido de las palabras, la razón de la experimentación.

Cuatro años más tarde, en 1976, fue fundada la Máquina Eléctrica Editorial. Después de iniciado el catálogo con los libros de Francisco Hernández (Portarretratos) y Miguel Flores Ramírez (El ojo de la cerradura), apareció mi poemario Lámparas oscuras, colección de haikú; después seguiría el de Carlos Nieto (El universo que te digo), el de Antonio Castañeda (Enigma personal) y el de Guillermo Fernández (Fantasmas bajo llave). Muchos más siguieron hasta las veintisiete letras que del alfabeto adoptamos y tal vez otros cuatro correspondientes a la segunda vuelta alfabética: Postcriptum, de Joseph Brodsky, libro aparecido el mismo año en el que recibió el Premio Nobel. Otros autores de esta colección fueron Javier Sologuren, Manuel Mejía Valera, Eduardo Suárez del Real, Darie Novaceanu, Ernesto Trejo, Luis Eduardo Rivera, Sandro Cohen, Joel Piedra, Arturo Trejo Villafuerte, María de los Ángeles Juárez, Marjorie Agosín, Jorge Eduardo Moshes, Francisco Cervantes (Portugal a través de dos poetas pessoalísimos), Rafael Alcérreca, Alaíde Foppa, Juan Manuel Asai, Roberto López Moreno, Carlos Oliva, José Luis Bernal, Víctor Neumann. Satisfago esta documentación por considerarla importante, dado que incluye los poetas en orden de aparición.

Mi conocimiento de los “Contemporáneos”, el famoso grupo no grupo, mexicano de los años veinte, se produjo gracias a mi amistad con Elías Nandino, a quien por otra parte conocí a través de José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Francisco Cervantes. Del doctor Nandino, quien me hablaba siempre de su gran amigo Xavier Villaurrutia, aprendí la costumbre del café con galletas untadas con mermelada de naranja. La lectura de Villaurrutia la tuve de principio en Mérida por su poesía y por su teatro. Sus nocturnos marcaban la pauta de un género poético; con Nandino hacían la mancuerna de poetas de esa peculiaridad. Después leí a Gorostiza; su Muerte sin fin, el poema mexicano de mayor magnitud artística, me admiraba y admira a cada lectura, me llenaba de sí, sitiado por su radiante atmósfera de luces. Para mí, este poema significa sabiduría del alma. Otro “contemporáneo” de mis preferencias fue Jorge Cuesta, por sus sonetos, que leí detenidamente estudiando su composición, estructura y lenguaje. El soneto me cautivó como entidad poeticomatemática: cuerpo ceñido por la emoción de la inteligencia.

De Salvador Novo leí sus crónicas en la revista Hoy. Nada tan bien escrito, tan agudo y tan divertido. La prosa de Novo nunca es gratuita, o hiere o reconforta. Y su poesía, también marcada por el soneto, muchas veces festivo. Su libro Nueva grandeza mexicana fue mi lectura predilecta.

Si de buena lectura hablamos, dos dones me son entrañables: don Martín Luis Guzmán y don Alfonso Reyes. Me entretuve con ellos y leí para emocionarme, momentos de grandeza literaria con “La fiesta de las balas”, revolución imaginada como dicen algunos críticos, porque nadie que haya estado en esta refriega viviría para contarlo. La pluma es intocable. Lo mismo podría decirse de la cercanía física de Reyes con Goethe para escribir esas páginas que nos hacen sentir el poder del pensador y literato alemán del siglo xix: “La trayectoria e ideas políticas de Goethe.” El poeta Reyes me cautivó a tal grado que lo he leído y comentado con mis alumnos en varias ocasiones. Don Alfonso cambió al poeta por el humanista. Sin embargo, su Visión de Anáhuac y su Homero en Cuernavaca son modelos de creación americana.

Los raros entre mis autores más queridos han sido Panait Strati, el prosista rumano con cuya Kira Kiralina abrió fuego genial en el mundo de la novela autobiográfica. Yo disfruté a Strati hasta en El pescador de esponjas. François Villon, poeta francés del siglo xvi, quien con su “Testamento” impuso la voz terrible de la poesía, me conmocionó. En su época, muchos no se lo perdonaron. Otro escritor maldito, el Conde de Lautremont, me marcó con sus Cantos de Maldoror, que descubrí en el café París de México en manos del pintor Fernando Leal. Nadie que lea a este escritor vuelve a ser el mismo. Cuando quiero encontrarme con la versión de la vida escrita por un ángel rebelde y clarividente, como fue calificado en su tiempo en Francia, releo a Lautremont. El otro ángel del infierno fue el poeta niño Arthur Rimbaud. Esto lo saben todos los que han leído Una temporada en el infierno, poesía a la que eventualmente recuerdan con malas imitaciones. Rimbaud elevó a su excelencia el género versicular fundado por escritores de la Biblia. Saint John-Perse, de Francia, y Jorge Guillén, de Valladolid, España, me dieron pautas de muy buena poesía. Del primero, con el versículo lleno de los aires mitológicos de la Isla de Guadalupe en donde nació, aún me apasiona su Anabasis; y el segundo, con sus Cantos, en los que ejercitó la síntesis bella y perfecta de la lengua castellana.

Con mi querido amigo Simón Otaola leí más y más a Ramón Gómez de la Serna. Es grato el humor literario, nos mete en el quicio de la locura risueña si admitimos que los de nariz arrugada nos sacan de quicio. Ramón nos divertía y conservaba sano nuestro hígado. Risa inteligente disgregada en sus centenares de greguerías de las que dijo que “es lo único que no nos pone tristes, cabezones, pesarosos y tumefactos… su autor juega mientras las compone… tira su cabeza a lo alto y después la recoge”.

Con Francisco Cervantes leí a Fernando Pessoa hasta el grado de convertirnos de regreso en uno más de sus múltiples heterónimos. Su traducción de la Oda marítima es un logro a la altura del texto original. Álvaro de Campos reiría al verse copiado. Francisco Cervantes es el mejor poeta de su generación y uno de los mejores de este país. Poesía doliente que toca las heridas, heridas que se alternan. Lo he leído con gusto.

Como toda mi generación, creo que me instruí de Homero en las traducciones de la Ilíada y la Odisea por Luis Segala y Estalella, en los libros verdes de los clásicos impulsados por José Vasconcelos. Esos poemas-novelas los leí con el ritmo de los libros de guerra y de aventuras fantásticas. Después volví a leerlos con lentitud, como se lee la poesía. Otro después, lo leí a pulso de memorioso sin atesorarlo como sería de esperarse. De mis visiones de esta última lectura produje imaginados episodios extraídos de los silencios de Homero. Los hexámetros dactílicos de Homero en la traducción se tornaron hermosísima poesía versicular. Rubén Bonifaz Nuño los tradujo en verso a pie de metro homérico.

A Juan Rulfo lo leí con fruición por el tono poético de su escritura. A Pedro Páramo suelo regresar cada vez que necesito energía de lenguaje y de poesía. Energía triste porque veo la miseria de mi país, miseria seca y polvosa, muerta de sed y de hambre y de crimen. Qué bueno que para leer la mejor literatura mexicana tiene el lector que pasar por esa verdad que no termina. Los cuentos de El llano en llamas amplían esa visión en costumbres y seres humanos. Y mención especial para mi amigo, el escritor José de la Colina, puro, exacto e inventivo.

Mi otro libro, Catulinarias… donde Catulo, el latino, y su discurso moral afirman la edificación de la conducta humana que yo dirijo a mis contemporáneos; Pan de tribulaciones, otro de mis libros, es un encuentro dialógico desde la conducta formal del poema con la presencia del poeta guerrero y el joven lirida en defensa de su dama ideal; en Los urbanos, que es ni más ni menos mi libro con el que defiendo a la ciudad en proceso de destrucción de parte de sus habitantes; Los silencios de Homero, donde la guerra de Troya, y el empeño prodigioso de Odiseo es posible leerlo a través de lo que el poeta Homero no cita, o silencia en su épica; Mi nombre en juego, hace a un lado las exigencias métricas y expone la diversidad de la nueva poesía; y Emérita, mi poema extenso en homenaje a Mérida, mi querida ciudad donde, como en el resto de mi obra, escribo la vida para que los jóvenes en evolución la lean; A salto de río, la agonía del salmón, una analogía de la naturaleza humana como un ascenso constante a la cumbre, siempre a contracorriente.

Hay más literatura mexicana. Muchísima de queridos amigos míos cuyos nombres rebosarían mi mochila literaria. Ellos, como yo, habrán pasado por mis lugares que son de cierto comunes. A veces las formaciones coinciden. Ellos de seguro ya habrán contado también sus gustos literarios. Los que vengan harán de nosotros lugar de referencia o de olvido. Estoy leyendo las nuevas letras de mi país: los autores de la generación Crash, la generación Crack, la generación con la X en la frente. Ahora, en este 2013, los autores están emergiendo con mucha vitalidad entre las teclas digitales que están modificando la forma de hacer literatura.

Creo en el arte literario. Confío en que no debemos olvidarlo y la mejor receta para recuperarlo es regresar a la ilusión de encontrar nueva literatura, releer a los clásicos, tanto los distantes griegos como los cercanos mexicanos, y leer con sorpresa a los nuevos autores.

En fin, lo anterior es un motivo para contarles cuánto me sirvieron aquellas primeras letras de mi origen, cómo han crecido conmigo las palabras y su multiplicidad recreada por mi espíritu curioso que me ha permitido experimentar todo, y nada, porque, como siempre, está en juego el azar y la posibilidad del recomienzo.

Texto publicado en la edición 155 de Crítica.

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